Y el poema se hizo voz…
Y las palabras dejaron de ser
brillante negro sobre blanco impoluto y ansioso
en comunión constante de grafías conexas o inconexas
que mostraban pasado y presente,
vivencias y sentimientos cabalgando entre las brumas,
uniendo lo real y lo irreal en mil giros
que las letras iban convirtiendo en historias
para ser leídas en la intimidad y el silencio,
en unión perfecta entre quien creaba y quien leía.
Pero un día, ese creador quiso ponerle voz al poema,
mirar a los ojos al sorprendido lector
que, de pronto, se encontró empapándose
de las vivencias que aquellas palabras le transmitían
desde la página impresa o caligrafiada.
Ahora los versos llegaban hasta él
en boca de su propio autor,
quien le contaba la historia
mirándole a los ojos,
sintiendo su palpitar ante lo escuchado,
arriesgando a que su propio gesto le indicase
que aquellas palabras,
que salieran un día de su pluma ligera,
no eran entendidas o aceptadas,
que su obra no había conseguido tocar
ese corazón que palpitaba en el pecho
del que le oía recitar su poema.
Pero ¡oh delicia!
Qué maravilla cuando vio brillar sus ojos de emoción
y percibió el temblor de sus manos
al sostener el papel que contenía
los versos que le regalaba.
Si leerle colmaba su mente
de miles de sentimientos y quimeras,
escuchar de su trémula voz
aquello que inspiró el poema
le colmó de júbilo infinito.
Ahora el sentimiento,
la palabra y la voz eran un todo,
y supo que a partir de ese momento,
cuando leyera perdido bajo un árbol
o en la intimidad de su hogar,
aquella voz seguiría presente en su memoria
y las palabras que serpenteaban sinuosas
por la página en blanco,
cobrarían nueva vida.
Y agradeció al poeta
el haberle puesto voz a su creación.
©Luisa Chico
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