A veces escucho el silencio.
Cierro los ojos y viajo al interior dejándome llevar por sus sonidos. La mente vuela libre, el Universo se expande, y más allá del tiempo y de todo, se alza un suspiro.
Silencio no siempre es sinónimo de paz. Los silencios deseados tras el bullicio cotidiano quizá si, pero el otro, ese que sólo conocemos aquellos que vivimos en soledad, no lo es. Probablemente porque todo lo impuesto por circunstancias imprevistas suele ser desagradable, o quizá porque simplemente nacimos para vivir en compañía.
Últimamente escucho poca música, y creo que es porque algo tan gratificante lo estaba usando para llenar mis silencios. No quiero usar la música para eso. Hoy, cuando hago que suene, le dedico toda mi atención y la disfruto plenamente.
He aprendido a escuchar el silencio y a hacerme su amiga, aún así, a veces, cuando dejo mi mente vagar por sus sonidos me sorprendo al darme cuenta que simplemente busco en ellos el silbo del viento, la voz lejana, el coche que pasa raudo por la carretera cercana, en definitiva una muestra de movimiento y vida.
El silencio de la noche es el más duro de soportar. Se hace largo y pesa como una losa. Quizá por eso me he hecho un tanto noctámbula, por retrasar en lo posible el momento de apagar mis aparatos electrónicos, esos que llenan mis días de sonidos de vida más allá del silencio. Pero cuando cierro los ojos y me acurruco entre mis sábanas me dejo abrazar por él y simplemente doy gracias por un día más, aunque sea en silencio.
©Luisa Chico
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